La princesa y el león
Historia secundaria de Arcángel de la Guerra.
Un relato de la infancia de Nayarit y su relación con el guardián de la montaña.
Debajo de ella, una blanca capa de escarcha que lo cubría todo; encima, un cielo claro y sereno.
Nayarit, o lo que en aquel tiempo solía ser, una pequeña criatura de aspecto infantil, figura menuda y ojos grandes, corría a través de la nieve, entre saltos y tumbos repentinos que albeaban su grueso abrigo de invierno, y los mechones de cabello azafrán que asomaban de su gorrito.
El par de alas emplumadas apenas era visible por su tamaño, y poseía una transparencia que revelaba la magia angélica desarrollándose y creciendo en su interior. Si fuera de noche, su brillo la convertiría en una luciérnaga.
Las caídas sucesivas no le ocasionaban ningún rasguño, sin embargo, le dolía, le dolía como un golpe emocional, uno que dispara directo al orgullo a quemarropa y le hace cuestionar su presunta invulnerabilidad.
Comenzaba a respirar anhelosamente por el cansancio del recorrido, pero su objetivo ya estaba a la vista, a pocas zancadas de ella. Una sonrisa inmadura asaltó su dulce rostro, mientras observaba al enorme león alado recostado en una roca saliente.
El vértigo de encontrarse al borde de un precipicio le impidió avanzar. No obstante, quería sorprender al felino durmiente, y no se le ocurrió mejor idea que molestarlo con una de sus plumas previamente arrancada.
Así que, decidida y asustada al mismo tiempo se aproximó lo más que pudo, el aletargado león parecía estar sumido en una ensoñación profunda, apoyada la cabeza en sus patas, levantaba un viento tibio con sus fuertes exhalaciones.
Nayarit levantó la pluma, todavía brillante, y la sacudió entre los largos bigotes de su víctima. El resultado no fue el que esperaba, pues aquel no había movido ni un párpado, tampoco parecía que iba a dar un estornudo, simplemente fue una cosquilla que habrá interpretado como algo ocurrido en su sueño.
Entonces saltó hacia el suelo rocoso, y se acercó al barranco. La altura de la montaña de pronto se hizo imponente y majestuosa, mostrándole que ni siquiera era posible llegar a ver la base entera, desdibujada en medio de la bruma.
—Creo que hoy me gustaría volar —dijo en voz alta, pero su cuerpo parecía no estar de acuerdo con esa idea.
Con su pequeño corazón palpitando a mil, encaró el filo de aquel mundo nevado, frente al abismo que se abría como una inmensa nada nebulosa, detuvo su respiración y cerró los ojos, extendió los brazos y obligó a sus tiernas alas a alzarse, pero estas, como débiles ramitas desoyeron su petición. No obstante, creía estar lista para convertirse en viento.
—Ni se te ocurra.
Una voz ronca resonó detrás de ella.
Nayarit retrocedió de inmediato, creyendo que por poco la broma se le va de las manos y habría terminado cometiendo una locura solo por unos segundos de diversión.
—¿Qué es lo que pensabas hacer? —inquirió el león recuperado del sueño.
—Llamar tu atención, obviamente.
—No creo que me hubiese despertado un cadáver —respondió Orslan con su habitual ironía.
Pero Nayarit no le entendió, la edad le prohibía comprender muchas de las cosas que sus mayores le decían, especialmente aquel guardián de la montaña, cuya sabiduría milenaria estaba al alcance de solo un puñado de mentes privilegiadas.
Sin embargo, cuando estaba con ella, cada vez que ella lo visitaba, Orslan procuraba mantener a raya sus arrebatos de filósofo, adoptaba una actitud paternal o sentimental, y a veces incluso parecía volver a ser un cachorro solo para complacer la vigorosa energía de niña curiosa que gobernaba a la princesa del cielo.
Nayarit se subió al lomo del león utilizando su cabeza melenuda de escalera, apenas llegó a esa cima tan albina como la nieve, se aferró al pelaje acolchado afianzando sus piernas en ese par de alas siderales que brotaban del felino.
—Si no quieres que vuele, entonces, ¡llévame! —exclamó la niña.
Orslan lo meditó seriamente, y vio en esta situación una oportunidad de aprendizaje.
—Si así lo deseas.
A continuación se irguió pesadamente, y como una fiera al acecho tentó la cercanía del barranco. Nayarit se movía con brusquedad, temblaba un poco, parecía no haber hallado una posición adecuada para resistir la embestida del viento cuando el vuelo empezara.
—¿Estás lista?
No hubo respuesta, Nayarit había reclinado su cuerpo abrazando todo lo que podía la frondosa melena del león, los ojos apretados y la cabeza enterrada. Era su reacción natural ante lo desconocido, una experiencia nueva que sus guardianes, maestros e institutrices sin duda reprobarían si la vieran.
Orslan prestaba el menor interés a esto, corrió suavemente hacia el abismo, un salto al vacío fue suficiente para oponer su peso al aire, con las alas descubiertas dirigió su veloz planeo en una curva mínima, tratando de generar la menor turbulencia posible y al mismo tiempo evitando alejarse demasiado de la cima montañosa.
Pero Nayarit era incapaz de apreciar todo esto, sus sentidos se desbocarían si trataba siquiera de asomarse al deslumbrante horizonte infinito que tenía por paisaje, y en pleno vuelo se desmayaría y caería como una muñeca de trapo.
El león alado confiaba en la asustadiza postura de su jinete, pero aun así no prolongó peligrosamente el viaje, sino que, luego de sobrevolar el valle de las celéstidas aterrizó muy despacio en un monte rocoso de menor altura que el anterior.
Nayarit no supo si ya habían tocado suelo, pero su corazón cobró valor y abrió intermitentemente los ojos. El horizonte ahora estático le sonreía con malicia, parecía burlarse de su inocente miedo, de su inmadurez emocional.
Desmontó deslizándose por una de las alas de Orslan y se puso en frente de él con un leve lagrimeo en la cara. Su porte había cambiado, estaba avergonzada, así que bajó ligeramente la cabeza.
—¡Enséñame! —exclamó, en aquel estado de entusiasmo repentino.
Orlsan le devolvió la mirada, no había confusión ni lástima, fue una mirada de introspección revestida de apatía.
—¿Quieres aprender a volar? Con esas alas raquíticas tendrás que esforzarte más.
—Quiero ser fuerte como tú —insistió Nayarit, tenía una expresión de desafío que nada mancillaba aquella belleza en florecimiento.
—¿Para qué? —contestó Orslan, aceptando el desafío.
—Para poder hacer lo que sea.
Orslan carraspeó.
—¿Y crees que la fuerza te lo va a permitir? La fuerza es el derecho de las bestias, y no veo que estas tengan más libertad de acción que el resto de criaturas. Lo que tú necesitas ya lo tienes.
—¿Qué es? —preguntó Nayarit ansiosa.
—Tu razón, tu inteligencia.
—Eso no es suficiente —cuestionó decepcionada— quiero tener la fuerza para combatir a los demonios y dragones, a los villanos, como los héroes angélicos de las historias.
—Los dragones son nuestros aliados, y los demonios viven en las profundidades del subsuelo. Así que buena suerte cavando hasta el infierno.
—¿Y qué hay de los dioses herejes?
—De ellos se encargan los dioses del panteón, deja que se maten entre ellos.
—Pero yo también debería ir a ayudar. ¡Soy una hija de Urania!
—También orinas la cama, y si lo supiera tu madre ni siquiera te dejarían salir del palacio.
El rubor enrojeció las mejillas escarchadas de Nayarit. Rendida de aquel laberinto de réplicas, cortó la distancia quedándose tan cerca que Orslan tuvo que bizquear los ojos de su enorme cara para poder verla con nitidez.
—Quiero un duelo... —sentenció.
—¿Un duelo? ¿Contra quién?
—Tú y yo.
—Está bien —respondió el león sin objeciones. Nunca esbozaba una negativa ni la miraba reprobatoriamente, ese no era su trabajo.
Orslan se inclinó un poco y alzó una pata cuya esponjosa almohadilla quedó delante de la princesa.
—Haz tu mejor esfuerzo.
Ignorando involuntariamente la cargada ironía de su maestro, Nayarit inspiró hondo. Pese a su corta edad había sido instruida en los movimientos básicos del combate cuerpo a cuerpo. Sin embargo, jamás había tenido un enfrentamiento ni real ni simulado con sus maestros, pues todavía no superaba aquella etapa de fragilidad física propia de su especie.
Hizo caso omiso de sus limitaciones y arremetió con un puñetazo la pata inmóvil del león. La suave almohadilla apenas fue presionada, pero le devolvió al instante, cual elástico, la fuerza aplicada por su brazo. Nayarit perdió el equilibrio y cayó sentada, contempló el fruto de su poder con un grave golpe de realidad.
Sus ojos se entristecieron y amenazaba con deshacerse en lágrimas, escondió la cabeza en sus brazos para ocultar la decepción. Pero de repente, un áspero quejido representó un estímulo para devolver la vista a la luz.
—¡Auch!
Con un impulso extraño Orslan se balanceaba aturdido, como si luchara contra el sueño que le reclamaba su robusto cuerpo, con un malestar difícil de descifrar si era fingido o no, se desplomó a merced de la nieve, causando una avalancha que por poco entierra a Nayarit por completo.
La niña se apresuró a salir de aquella trampa nevada. Permaneció pasiva y expectante a que su maestro reaccionara, mientras lo examinaba con una curiosidad de témpano, y el nerviosismo la hubiese asaltado ahí en la soledad salvaje de aquel monte, si de pronto Orslan no recuperase la conciencia como lo hizo.
El león la sorprendió meneando la melena para librarse de la nieve, a continuación dirigió una de sus alas hacia ella, y cuidadosamente utilizó una única pluma para hacerle cosquillas. Nayarit no pudo contener la risa, se notaban en sus brazos y cuerpo estremecimientos muy bruscos e incontrolables que no podía evitar, hasta que su voz ahogada y alborozada exigió tregua.
—Si hubiera muerto por ese golpe tuyo, ¿te habría satisfecho saber que eras más fuerte que yo? —preguntó retóricamente Orslan.
Nayarit pareció intuir el significado detrás de las palabras de su maestro.
—Aunque lo fuese, yo jamás sería capaz de hacerte daño —respondió muy segura de sí misma.
—¿Lo dices en serio? ¿A pesar de que gobiernes el cielo y la tierra con mano de hierro, y todas las especies del mundo se postren a tus pies?
—Nunca, nunca.
Era imposible dudar de la promesa de una criatura como ella, no obstante, Orslan perseveró en su desconfianza solo para prolongar aquel momento lúdico y ameno que estaban teniendo.
—No estoy absolutamente convencido, y por eso, te sacaré la verdad a punta de cosquillas.
No parecía reinar más que una agradable y divertida atmósfera entre los dos, su relación de maestro y aprendiz transmitía aquella paz deseada y siempre perturbada. Pero paz al fin y al cabo, después de tantos años de guerras y pugnas sangrientas, abominables y desoladoras, vivían en la paz de la victoria.
Las sonrisas de Nayarit edulcoraban la vida de Orslan hasta el punto de creer que si fuera por ella no habría una pizca de maldad en el mundo, como en una apacible utopía compartida. Pero sabía mejor que nadie en lo que estaba destinada a convertirse, y las dimensiones catastróficas del poder desplegado por su forma definitiva.
Tendrás fuerza, Nayarit, incluso más de la que anhelas, pensó el viejo león, y si no haces algo al respecto, será lo único que tendrás.

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